viernes, 6 de enero de 2012

ilustración / cuento tradicional / proyecto personal / Barcelona / febrero 2004

EL DIABLO DE ALASTRUÉ

Es un bonito roble. He pasado mucho rato contemplándolo a distancia y también me ha servido durante las lánguidas horas de la siesta. Ha sido un buen amigo en medio de la Sierra, pero desde el día en que me narraron la historia que pretendo contar, miro a ese árbol de manera diferente. No, no voy a decir cuál es. Es mejor que no lo sepas. Confórmate con saber que es uno de esos escasos viejos robles del término de Alastrué que, de vez en cuando, se alzan solitarios en medio de un campo baldío.
Dicen que lo plantó el diablo durante un incendio, hace cientos de años. Verde. Lozano. Los vecinos creyeron ver en él un signo de esperanza. Una promesa del cielo.

Por el camino que sube perezosamente de Letosa, avanzaba un hombre seguido de una mula que cargaba con su escaso equipaje. Era este hombre alto y bien parecido. Vestía con elegancia poco usual para andar por la Sierra. Hablaba con acento extranjero pero se expresaba con sobrada claridad. Decía ser escritor y que las razones de su visita a Alastrué eran de carácter científico, para profundizar en unos estudios de historia que estaba llevando a cabo. Los habitantes del pueblo no comprendieron muy bien qué clase de investigaciones se traía el forastero entre manos, pero como mandan los cánones de la hospitalidad altoaragonesa, lo acogieron de buen grado.

A aquel personaje se le conocía por Juan, ya que, según él, su verdadero nombre era imposible de pronunciar para las gentes de esa tierra. Se alojaba en casa de los Nasarre. Dedicaba el día a pasear de un lado a otro del término del pueblo. Por la noche, se sentaba junto a la luz de unas velas y escribía durante horas con signos muy extraños que nadie hubiera alcanzado a comprender.

Paulatinamente fue reconociendo a los vecinos del pueblo, quienes se sentían honrados de poder entablar conversación con un personaje tan culto. Sus maneras, que correspondían a las de un hombre de alta educación, deslumbraban a los toscos habitantes de Alastrué hasta el punto de estar convenidos de que Juan debía de ser alguien importante en su país de origen.

Juan nunca se acercaba a la iglesia, lo que provocó algunos comentarios, pero el cura les explicó que, al ser extranjero, sus creencias serían diferentes, lo cual no era razón para pensar que fuera mala persona.

La primavera dio paso a los calores del estío. Todo se preparaba para la siega. Juan era ya un vecino más del pueblo. Charlaba con unos y con otros y por las noches continuaba llenando páginas y más páginas con sus extraños signos.

Pero las cosas no siguieron así. Conforme iba transcurriendo el verano, hubo quien cambió de actitud con respecto al forastero. Ciertas personas comenzaron a rehuirle y trataban no sólo de evitar conversar con él, sino incluso hasta hablar de él. Parecía que el ilustre personaje se había convertido en un tema tabú. Quien había sido durante algunos meses el centro de todas las conversaciones, de repente, parecía que el solo hecho de nombrarlo fuera pecado. Los padres prohibieron a sus hijos acercarse al extranjero. Los niños, curiosos, preguntaban el por qué, pero no se les dio ninguna respuesta comprensible.
Una noche estaban reunidos dos amigos, Alejandro y Lorenzo, quienes habían dialogado largamente con Juan en diversas ocasiones. Como era su costumbre, conversaron de las faenas del día y de otras no tan importantes, sin atreverse ninguno a ir directo al grano y hablar de lo que constantemente daba vueltas en sus cabezas. Hubo un largo silencio entre ellos dos, que siempre habían sido muy conversadores. Por fin, Lorenzo fue quien se atrevió a romper el incómodo mutismo. Dijo que, después de haber tenido varias charlas muy amigables con Juan, éste le había comenzado a explicar cosas extrañas y a prometerle toda clase de bienes y de felicidad. Confesó no haber entendido muy bien sus propuestas, pero habían creado en su interior una tremenda confusión.

Alejandro, sintió que se quitaba un gran peso de encima cuando su amigo acabó de hablar. También había recibido propuestas por parte de Juan a cambio de algo sumamente raro. Los dos supieron con claridad que lo que Juan quería de ellos era comprar sus almas. Los dos habían rechazado tal propuesta, sin hacer caso a las amenazas de Juan quien, entre otras cosas, les había prohibido decir una sola palabra sobre estas conversaciones.

Conforme transcurría el tiempo quedó claro que casi todos los vecinos estaban atemorizados. Algunos más se atrevieron a hablar sobre sus conversaciones con Juan. Había sido víctimas de terribles amenazas y sus vidas ya no tenían la tranquilidad de antes. Aquel extraño había desfigurado la plácida rutina del pueblo.
Pasaron los meses y era manifiesto que no podían seguir viviendo así, de manera que decidieron deshacerse de aquel hombre. Valero Nasarre, en cuya casa se alojaba Juan, también había sido víctima de las proposiciones, con él planearon su desaparición.

Fue muy fácil llevar el plan a cabo. La noche de San Cosme, entraron en la habitación de Juan, una vez seguros de que el extranjero dormía. El dormitorio estaba tenuemente iluminado por una vela colocada dentro de una calavera. De las paredes colgaban los más extraños signos hechos de diversos materiales. Los tres hombres se acercaron al lecho. Lorenzo, el más fuerte, dio un duro golpe a Juan en la cabeza. Lo enrollaron en una manta y se lo llevaron al monte junto con sus pertenencias. Una vez lejos del pueblo, acabaron de rematar el cuerpo a base de golpes y lo quemaron con sus libros, papeles y ropas. Cuando se hubo extinguido el fuego enterraron las cenizas y volvieron al pueblo. Comenzaba a clarear. Todo había salido bien.

Por la mañana Alastrué había vuelto a la normalidad. Quienes ignoraban el destino de Juan, creyeron que éste había vuelto a su patria, bien porque ya había acabado sus estudios, o porque las gentes del pueblo ya no le hacían caso.
Durante la noche siguiente se vio un resplandor en el cielo. La alarma corrió por el pueblo. Un fuerte incendio devoraba el término de Alastrué. Nadie sabía cómo había podido ocurrir, porque el fuego parecía haber comenzado en varios puntos a la vez. Estaba claro que tenía que haber sido provocado por alguien, pero ¿por quién?

Tardaron dos días en sofocar el incendio, las llamas, extrañamente, no se extendieron a los términos vecinos, pero en Alastrué los campos quedaron negros, los pastos sin una brizna de hierba, y los pinos desnudos. Lo único que había quedado con vida fue un pequeño roble en medio de un campo. Justo donde habían quemado a Juan.

Llevó mucho tiempo y trabajo hasta que las aguas volvieron a correr por sus cauces. Las pérdidas fueron enormes y todos los vecinos pasaron tiempos muy difíciles. Hubo hasta quienes abandonaron el pueblo en busca de nueva tierras.

Con lentitud los campos se recuperaron. El roble crecía con inusitada fuerza pero, clavado allí, en medio del campo, molestaba para las labores de labranza. Lorenzo, el dueño de la finca, tenía pensado talarlo desde hacía tiempo, pero no se atrevía. Las gotas de agua atravesaban el frondoso árbol como si no existiera. Cuando trató de cortarlo, el hacha no hacía mella en el tronco. Lo único que podía cortar eran pequeñas ramas que no ardían y volvían a brotar con extraña rapidez.

Así que abandonó cualquier intento de destruirlo. Allí quedó, en el centro del campo, solitario. Imponente. Siendo el protagonista de cuentos y leyendas, además de culpable de todo lo que acontecía en Alastrué.

Hay una noche al año, la de San Cosme, cuando se cumple el aniversario de la muerte de Juan, en la que el roble se cubre de llamas hasta la primera luz del alba, sin que se consuma ni una sola de sus hojas. Alguna vez he sentido curiosidad por comprobar si esta leyenda es verdad.


NOTA: Cuento publicado en el libro "Leyendas de Guara" de Javier Casasús Latorre, sin ilustraciones. Las actuales corresponden a un proyecto universitario de ilustración de cuentos.

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